Yo misma llegaba a repetírmelo infinidad de veces al día. Cada noche, antes de irme a dormir, antes de decirle "te quiero" y cerrar los ojos.
No quería los besos de nadie, quería los suyos, y sus abrazos, y su voz, y sus manos, y su foto en la pantalla del móvil. No quería otro olor, ni que me mirasen otros ojos. Prefería encontrar mi cama vacía antes de encontrar al otro lado alguien que no fuese él.
Y así era mi vida. Vivía con una fe ciega, esperando que llegase el día en el que consiguiera guardarse el orgullo en el bolsillo y al menos dignarse en terminar lo que quedamos a medias.
Mi vida giraba entorno a él, y el echo de querer a otra persona me quedaba demasiado grande. Al menos así lo sientes.
Empiezas a pensar que sentiste todo lo que podías sentir, que él fue el gran amor de tu vida, y que se acabó. Que ahí terminan tus ilusiones, tus miedos, tus ganas de querer.
Y un día cualquiera, a la vida se le antoja demostrarte que estás equivocada, te obliga a poner un pié fuera de ese mundo de recuerdos para hacerte ver que hay alguien maravilloso esperándote fuera. Y te das cuenta de que todo aquello que viviste no lo era todo, quizás no era ni una mínima parte de lo que alguien está dispuesto a ofrecerte. Que simplemente quiere hacerte feliz. Y hoy no cambiaría eso por aquel tiempo, ni por aquellos besos, ni por aquellas manos. Porque ahora estas manos también me levantan cuando me caigo. Y aprendes que eso es lo que verdaderamente importa.
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